domingo, 29 de mayo de 2011

La Tintenkuli

La Tintenkuli
por Lonicera

La Tintenkuli es mi lapicera por antonomasia, la lapicera de Lonicera, digamos.  Es el único útil de escritura que me obliga a escribir prolijamente.  Usarla es un deleite – la tinta fluye generosamente, la letra sale chiquita, uniforme… mirar la página escrita es un puro placer, no comparable con teclear y ver el resultado en la pantalla.

Esta lapicera azabache con su argollita roja en la otra punta está entrañablemente vinculada a mi juventud.  A los once años yo asistía con mi guardapolvo blanco al Colegio No. 17 del Consejo Escolar No. 14, Turno Mañana, en Belgrano, Buenos Aires.  Mi maestra era la Señorita Marta – joven, linda, de pelo castaño oscuro, gordita; tenía uñas largas y pintadas, y como sus labios, en tonos chillones.  Flotaba en una nube de fragancia - la Colonia Coty.  Le encantaba el oro; lucía aros, anillos, cadenas y pulseras que brillaban y tintineaban cuando se movía.

Su otra pasión eran las lapiceras – la Parker, La Schaeffer… las tenía todas.  O casi todas.  Un día llegó a clase entusiasmada porque se había comprado una lapicera nueva – “de lujo” – declaró – “me costó un di-ne-ral”.  Nos acercamos a su escritorio junto al pizarrón donde la observamos sacarla de su cajita y ponerla donde la pudiéramos admirar.  “Es una Tintenkuli.”

“¿Tinten – qué?” gritaron los más guarangos.  Pero los demás sabíamos por qué la describía como “de lujo”.  “¡Uy, mirá, una Tintenkuli!” exclamamos con envidia las que sabíamos de estas cosas. 

Aclaro por las dudas que nosotros los alumnos teníamos que usar pluma y tintero, y basta – a excepción de la plumita y tinta china para los mapas, y por supuesto estos útiles eran los enemigos más empedernidos del guardapolvo blanco.

La Señorita Marta nos dejó probar la Tintenkuli a Patri y a mí, supongo porque demostrábamos más respeto por la lapicera que los chicos – pero apenas atinamos un pequeñísimo garabato… “No, que se gasta…” dijo.

Su pasión por la tinta se hizo ver cuando nos corregía los deberes, pues el tamaño de la letra y el color de la tinta variaba acorde al comentario merecido.  Si los deberes presentados no estuvieran conformes la Señorita Marta usaba una lapicera de pluma gruesa – una Parker quizás – y tinta de color fuerte – violeta o rojo, y la letra le salía grande y acusadora… “¡debes estudiar más, Carolina, esta composición contiene demasiados errores!”, y me plantaba un “2” que medía 2 centímetros de altura debajo de su comentario.  Más tarde cuando se enteró que mi color favorito era el verde, a veces me comentaba en aquel color…  entonces yo sabía que me sacaría una buena nota. 

Mi entusiasmo ahora por el mero ejercicio de escribir con una buena lapicera es el mismo que en los años sesenta, y me pregunto si quizás ella haría lo siguiente.  Con 25 cuadernos apilados en su mesa para corregir, el tedio de tener que leer el mismo ejercicio 25 veces pasaría más rápido si al evaluar el trabajo de cada alumna seleccionaba la lapicera correcta para el comentario y la nota.  Tendría todas sus lapiceras alineadas de un costado  - cada una con su color - y las botellitas de tinta azul lavable, rojo, verde, turquesa y violeta del otro.

Para el cuaderno de María Angélica, su estrella, reservaba el azul lavable y la Tintenkuli – la letra chiquita y prolija para felicitarla.  Para Tomás cuyo cuaderno estaba lleno de manchas , borrones y errores garrafales – el auténtico Manolito de la tira Mafalda – para él sólo serviría el negro severo, la pluma mediana, goteando desaprobación…

-oOo-

En la kermesse de primavera la vimos a la Señorita Marta con su flamante novio Cacho, un joven morocho con bigote, vestido de campera de cuero y vaqueros.  Iban los dos de un quiosco a otro muy agarraditos y mimosos comprando panchos, mirando los juguetes y las fantasías.  Ella indicaba con la mano cuando algún objeto gracioso atraía su atención,  y las veintitantas pulseras de oro sonaban alegremente al compás de sus exclamaciones.

“Ay Cacho mi amor, mirá qué liiiiindo…!”  Cachito mi vida, me comprás uno…?”  Entre besuqueos iban acumulando comida y baratijas, Cacho siempre muy atento.

A partir de la semana siguiente las clases con la Señorita Marta se volvieron muy ‘cachosas’ – Cacho por acá, Cacho por allá - utilizaba cualquier excusa por mencionarlo, con indirectas sobre una vida futura en común.  Podría haberse vuelto pesada, mas para alumnos de once años su vida fuera del colegio era motivo de fascinación, y además con su nueva felicidad a veces nos dejaba a Patri y a mí escribir con la Tintenkuli durante el recreo. “Ojo, no presionen muy fuerte, eh, que la pluma es muy delicada…”

Hasta ahí todo bien, pero se acercaba la sudestada.  Un lunes durante la Oración a la Bandera no la vi en fila con las otras maestras.  Faltó a clase y vino otro maestro de suplente, un Viejo Vizcacha sesentón y alérgico al baño.   Menos mal que el martirio mutuo duró sólo una semana, y nuestra querida maestra volvió el lunes siguiente.

La miramos extrañados.  Se la veía pálida y sin maquillaje, y con algunos kilos de menos.  Pero lo más notable era su tristeza y el hecho de que no llevaba alhajas de ninguna clase.  Ni señal de la refulgencia de antaño.  Era evidente que dar clase le costó mucho esfuerzo, y nos contagió con su aire apagado.  No nos atrevimos a preguntarle nada, ni a pedirle prestada la Tintenkuli.

Ya que estábamos casi a fin de año, Patri, la más audaz, se atrevió a preguntarle a la Señora Haydée, la directora, si la Señorita Marta se encontraba enferma. 

“Sabés qué pasa” le explicó la Señora Haydée, “ya no está de novia y está muy triste.  A ver si se portan bien para ayudarla pobrecita…”

En la fiesta de fin de año la Señorita Marta estuvo presente, y fue un alivio verla con sus labios pintados como antes y sentir el aroma de la Colonia Coty.  Llevaba un collar de fantasía y en un brazo una pulsera de plástico, y nos sonrió cuando nos vio.   Nos acompañó con una Coca, y Patri – siempre la cara dura – le preguntó por qué no llevaba sus cadenas de oro.

“Me las robaron” dijo, vacilante.

“Ay Señorita!  Quién se las robó?”  la mirábamos con la boca abierta.  Impulsivamente Patri la agarró de la mano, y pudo haber sido este gesto afectuoso que le hizo hablar.

“Cacho.  Se llevó todo.  Todo.  Fue el sábado de la otra semana cuando yo tenía hora con el doctor.  No me puse los chiches porque me tenían que revisar… demoré mucho… me hicieron esperar…. y mientras tanto él… “se le quebró la voz “… encontró algunos pesos que tenía guardado, y claro sabía donde estaban las alhajas.  El tocadiscos, mi juego de porcelana…”  su voz de fue apagando.  “Todas esas cosas lindas que me decía… mentía.”

Y yo, con mis once años inocentes y mi falta de criterio dije lo menos diplomático que se me pudo haber ocurrido.  Me salió nomás.

“Bueno, menos mal que no se llevó la Tintenkuli…”

Sonrió con tristeza “Tenés razón, Carolina, menos mal que la tenía en la cartera…”.

Me mudé de colegio el año siguiente, y no supe más de ella.  De hecho asistí a 7 colegios distintos entre primero inferior y quinto año, y siempre tenía que despedirme de alguna maestra que quería.  Nunca me acostumbré. 

Todo esto fue hace 47 años.  Mi obsesión por estas lapiceras data desde entonces, y hace poco gracias a internet logré resucitar mi pasado – al fin hace algunas semanas me compré una Tintenkuli cincuentona como yo.  Bueno, a decir la verdad, me compré cuatro.  Y me costaron un di-ne-ral.



-oOo-